“La clase de los mudos” la llamaba
y, aunque quizás la forma puede resultar algo exagerada, sin lugar a dudas un
observador cualquiera hubiera coincidido con la profesora L. . Años de lectura y trabajos teóricos
parecían haberla preparado para lo que ella concebía en ese momento como una
“clase exitosa”. Sus claves: Rigor conceptual, organización y sobre todo escucha. Eso era, la escucha, lo que
debería llevarla a dar la mejor clase del mundo, pensaba. Grande fue su
desilusión el día que decidió llevar todos sus conocimientos y especulaciones
realmente a la práctica del aula
“Y bien, ¿Cómo evaluarían la clase de hoy? ¿Cuántos elementos nuevos creen que incorporaron? ¿Qué hubiesen cambiado de esta clase?
¿Se van cambiados? La cursada, en otros
aspectos, marchaba sobre ruedas. Ninguno de los alumnos realizaba ningún tipo
de observación pero entregaban sus trabajos y sus evaluaciones en tiempo y
forma que dicho sea de paso, eran excelentes producciones y demostraban el
nivel que iban adquiriendo a lo largo de su recorrido. Una vez finalizada la
clase preferían salir del aula “sin más”.
Así pasaron las semanas y el cuatrimestre
continuaba avanzando estrepitosamente. Las clases resultaban cada vez más
claras y provechosas para los alumnos y ella, particularmente, lo veía
reflejado en las producciones rebosantes de ideas, conceptos, hipótesis y
relaciones cada vez más originales: Justo
como deseaba. Sin embargo al momento de las preguntas; nada. Ni una respuesta. “El sistema funciona
perfectamente”, pensaba. “¿Por qué este último elemento no? ¿Por qué si son
capaces de mezclar tanta variedad de autores, desde la historia social de la
educación, el cognitivismo y el materialismo filosófico no pueden responder si
la clase les gustó o no?”.
Pero un día,se rompió el silencio en pedazos. “Creo que este autor es
excesivamente simplista” Le respondió Facundo. “¿Simplista? ¡El simplista sos
vos que parece que leíste el texto cinco minutos antes de entrar a la clase!
¡No es simplista el autor, el que no es profundo sos vos!” contestó con un
impulso de soberbia que la horrorizó. Años de formación preparándola para una
respuesta, para escuchar y ante la
primera pregunta ella contestaba con semejante agresividad. Facundo, aunque algo cohibido por la reacción
de su profesora contestó “Llevo leyendo este texto desde principio de curso.
Compré el programa el día en que lo dejó en fotocopiadora y fui consiguiendo
los textos. Me parece que el autor es simplista porque considera que el
problema de las aulas puede reducirse simplemente al espacio físico. ¿Pero de
qué vale el espacio si, por ejemplo, una clase de informática se diera en un
salón gigante y sin computadoras?... Por otro lado Profe, una respuesta suya
así, es lo que esperábamos todos. Siempre nos dice que el método es
incuestionable. Si quería saber por qué nunca nadie contestó a sus preguntas,
usted misma se puede responder.”
La profesora L. quedó en silencio y despidió
a sus alumnos. Por fin había comprendido lo valioso e imponderable, esa
comunión casi mística entre los sujetos: el acto de escuchar.
Me encantó...además enseña a replantearnos cuestiones...por lo menos a mí como futura docente me sirve mucho! gracias
ResponderEliminarMuy bien la publicación en el blog. Felicitaciones!!!
ResponderEliminar